ERA ÉL
Después de beber en silencio su quinto daiquiri se levantó y vino hasta mi mesa con pasos lentos. Parecía deprimido, afectado por alguna preocupación. La ropa que cubría el cuerpo robusto era simple y estaba algo despeinado. Me pidió permiso y aló una silla para sentarse. Esbozó una leve sonrisa debajo de la barba blanca amarillenta y me dijo:
- ¿Me invita a un trago? Ya debo mucho en este lugar, aunque claro, me usan como propaganda.
- ¿Cómo es eso, le pregunté intrigado?
- Pues si mi amigo, el dueño sabe que mi presencia atrae al público.
“Debe estar muy ebrio” Pensé, pero me dispuse a escucharlo callado, sin preguntarle nada. Comenzó diciendo que había nacido al final del siglo XIX y casi me suelto una carcajada en su cara, pero me contuve. Tomó la copa entre sus manos y me habló de cuando gravemente herido por la artillería austriaca caminó cuarenta metros con un soldado italiano sobre los hombros para ponerlo a salvo, de la Medalla de Plata al Valor que ganó por la heroicidad; describió a la enfermera que amó en el hospital en Milán y que después lo dejó por un oficial napolitano; se quedó muy serio al invocar las dos guerras mundiales, donde según él, había sido chofer de ambulancia y corresponsal de guerra y creo que vi lágrimas en sus ojos; refirió sus viajes a Francia, Italia, España, Alemania, Normandía; se acordó con tristeza de Bumby, su primer hijo; y lo sentí algo eufórico al hablar de su amor desde pequeño por la pesca y la caza. Contó como también se empleó como sparring para boxeadores y «cazaba» palomas en los Jardines de Luxemburgo, pues los ahorros mermaban y no ganaba lo suficiente para dar de comer a su familia. Después, como en un soliloquio, mencionó El Viejo y el Mar, Por quien Doblan Las Campanas, Fiesta y Adiós a las Armas, entre otros títulos y dijo que el premio no le pertenecía, sino a la hermosa isla que lo había acogido. Por último me preguntó:
- ¿Sabes como me gusta escribir?
- No tengo la menor idea – Respondí incrédulo.
- En pie y vistiendo sólo calzoncillos en la Finca Vigía.
Como por arte de magia su imagen se fue esfumando hasta desaparecer entre el humo de la langosta que el camarero colocó a mi frente. Y aquella mesa a donde debería volver el hombre de la barba estaba sin vasos y supe que hacía años no había sido ocupada por nadie. El dependiente sonrió levemente y me dijo:
- Era aquel el lugar del Maestro. Todos venían al Floridita a ver a Ernest Hemingway beber sus daiquiris.
- ¡Pero él conversó ahora conmigo! – Exclamé atónito.
- Es imposible, mi amigo. Murió hace cincuenta años, aunque su recuerdo persiste en este ambiente.
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